jueves, 31 de mayo de 2012

Alberdi y el conflicto de Buenos Aires como Capital

Batalla de Caseros
A principios de marzo de 1852 Alberdi regresa de Lima: sus amigos porteños residentes en Valparaíso lo esperan con noticias sobre la Batalla de Caseros y la caída de Rosas.
En Buenos Aires, Urquiza cauteloso, demoraba quince días su entrada triunfal en Buenos Aires. Instalado en Palermo se imponía de las opiniones de los notables de la ciudad-puerto y comenzaba a percibir las primeras dificultades con la provincia. El 6 de Abril asume la representación de las Relaciones Exteriores y el 20 de mayo inaugura las sesiones que culminan con el Acuerdo de San Nicolás.
Para entonces Alberdi había concluído las Bases, obra que ordenaría los futuros debates del Congreso Constituyente. Empleó aproximadamente dos meses en su redacción.
Los integrantes del partido porteño, preocupados por el giro de los acontecimientos  relacionados sobre todo con la nacionalización del producto de las aduanas (antes disfrutado solo por la la provincia de Buenos Aires), con la libre navegación de los ríos aplicaron sus esfuerzos en argumentar sobre las intenciones dictatoriales de Urquiza.
La iniciativa política había quedado en manos de Urquiza y la oposición bonaerense solo podia discutir los hechos. De esta manera se oponían al acuerdo de San Nicolás, retiraban los diputados del Congreso Constituyente y se preparaban para la secesión a través de las armas de la mano de Mitre y Valentín Alsina.
Rosas había unificado a la oposición: refugiados en el ataque periodístico, panfletario, todos brillaban con pareja intensidad. Modificado el marco político el periodismo opositor dejaría paso al publicismo en dónde Las Bases de Alberdi obrarían como elemento catalizador entre los sectores urquicistas.
En el prólogo a la edición de 1856 Alberdi admite la "necesidad de una revisión" de "los mismos libros" componentes de la obra, ya haciendo una mención especial al conflicto entre Buenos Aires (constituído en Estado independiente desde 1854) y la Confederación.
"En el conflicto de la Provincia con la Nación, el autor, como argentino, compatriota del argentino de Salta, del argentino de Mendoza, del Argentino de Buenos Aires, del argentino de Entre Ríos, etc., el autor no ha creído un instante ser parcial abrazando la causa de toda la Nación entera, es decir, por el todo, y no por una parte accesoria de ese todo". 
El capítulo 26 de las Bases (rectificado en la edición de 1856), es dedicado a fundamentar el porqué Buenos Aires no debe ser la capital de un hipotético país unificado. 

En las dos ediciones de esta obra, hechas en Chile en 1852, sostuve la opinión de que convenía restablecer a Buenos Aires como capital de la Confederación Argentina. Esa opinión estaba fundada en algunos hechos históricos y en preocupaciones a favor de Buenos Aires, que han cambiado y que se han desvanecido más tarde. Tales eran: 

- 1.º Que siendo de origen transatlántico la civilización anterior y la prosperidad futura de los pueblos argentinos, convenía hacer capital del país al único punto del territorio argentino que en aquel tiempo era accesible al contacto directo con la Europa. Ese punto era Buenos Aires, en virtud de las leyes de la antigua colonia española, que se conservaban intactas respecto a navegación fluvial. 

- 2.º Que habiendo sido la capital secular del país bajo todos los sistemas de gobierno, no estaba en la mano del Congreso el cambiarla de situación. 

- 3.º Que era la más digna de ser la residencia del gobierno nacional, por ser la más culta y populosa de todas las ciudades argentinas. 

Justo José de Urquiza. Presidente de la
Confederación Argentina
El primero de esos hechos, es decir, la geografía política colonial, no tardó en recibir un cambio fundamental que arrebató a Buenos Aires el privilegio de ser único punto accesible al contacto directo del mundo exterior. La libertad de navegación fluvial fue proclamada por el general Urquiza, Jefe Supremo de la Confederación Argentina, el 28 de Agosto y el 3 de Octubre de 1852. 
Situados en las márgenes de los ríos casi todos los puertos naturales que tiene la República Argentina, la libertad fluvial significaba la apertura de los puertos de las Provincias al comercio directo de la Europa, es decir, a la verdadera libertad de comercio. 
Por ese hecho las demás Provincias litorales adquirían la misma aptitud y competencia para ser capital de la República, por razón de la situación geográfica que Buenos Aires había poseído exclusivamente mientras conservó el monopolio colonial de ese contacto. 
A pesar de ese cambio, el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires, en 1853, capital de la Confederación Argentina, respetando el antecedente de haber sido esa ciudad capital normal del país bajo dos sistemas de gobierno colonial y republicano. 
Pero la misma Buenos Aires se encargó de demostrar que el haber sido residencia del gobierno encargado por tres siglos de hacer cumplir las leyes de Indias, que bloqueaban los ríos y las provincias pobladas en sus márgenes, no era título para ser mansión del gobierno que debía tener por objeto hacer cumplir la Constitución y las leyes, que abrían esos ríos y esas provincias al comercio directo y libre con Europa. 
Buenos Aires protestó contra el régimen de libre navegación fluvial, desde que vio que ese sistema le arrebataba los privilegios del sistema colonial que la habían hecho ser la única ciudad comercial, la única ciudad rica, la única capaz de recibir al extranjero.
Buenos Aires probó además por su revolución de 11 de Septiembre de 1852, en que se aisló de las otras Provincias, que el haberlas representado ante las naciones extranjeras durante la revolución, lejos de ser un precedente que hiciera a Buenos Aires digna de ser su capital, era justamente el motivo que la constituía un obstáculo para la institución de un gobierno nacional. Veamos cómo y por qué;

Valentin Alsina. Primer Gobernador de Buenos Aires
durante el período de secesión
Mientras las Provincias vivieron aisladas unas de otras y privadas del gobierno nacional o común, la Provincia de Buenos Aires, a causa de esa misma falta de gobierno nacional, recibió el encargo de representar en el exterior a las demás Provincias; y bajo el pretexto de ejercer la política exterior común, el gobierno local o provincial de Buenos Aires retuvo en sus manos exclusivas, durante cuarenta años, el poder diplomático de toda la nación, es decir, la facultad de hacer la paz y la guerra, de hacer tratados con las naciones extranjeras, de nombrar y recibir ministros, de reglar el comercio y la navegación, de establecer tarifas y de percibir la renta de aduana de las catorce Provincias de la Nación, sin que esas Provincias tomasen la menor parte en la elección del gobierno local de Buenos Aires, que manejaba sus intereses, ni en la negociación de los tratados extranjeros, ni en la regulación de las tarifas que soportaban, y por último, ni en el producto de las rentas de la aduana, percibido por la sola Buenos Aires, y soportado por los habitantes de todas las Provincias

La institución de un gobierno nacional venía a retirar de manos de Buenos Aires el monopolio de esas ventajas, porque un gobierno nacional significa el ejercicio de esos poderes y la administración de esas rentas, hecho conjuntivamente por las catorce Provincias. 

El dictador Rosas, conociendo eso, persiguió como un crimen la idea de constituir un gobierno nacional. Hizo repetir cien veces en sus prensas una carta que había dirigido al general Quiroga en 1833, para convencerle de que la Nación no tenía medios de constituir el gobierno patrio, en busca del cual había derrocado el poder español en 1810. Rosas, como gobernador local de Buenos Aires, defendía los monopolios de la Provincia de su mando, porque en ese momento formaban todo su poder personal. 
Después de caído Rosas, Buenos Aires siguió resistiendo la creación de un gobierno nacional, porque tenía que relevar a su gobernador local del rango de Jefe Supremo de catorce Provincias.

Buenos Aires resistió la creación de un Congreso Nacional, porque ese Congreso venía a relevar a su legislatura de provincia de los poderes supremos de hacer la paz y la guerra, de reglar el comercio y la navegación, de imponer contribuciones aduaneras: poderes que esa Provincia había estado ejerciendo por su legislatura local a causa de la falta de un Congreso común. 
Cuando las Provincias vieron que Buenos Aires resistía la instalación de un gobierno nacional en el interés de seguir ejerciendo sus atribuciones sin intervención de la Nación, como había sucedido hasta entonces, las Provincias renunciaron a la esperanza de tener la cooperación de Buenos Aires para fundar un gobierno nacional. Todo gobierno común, ya fuese unitario o federal, por el hecho de ser gobierno común de todas las Provincias, debía exigir de la Provincia de Buenos Aires el abandono de las rentas y poderes nacionales, que Buenos Aires había estado ejerciendo en nombre de las otras Provincias mientras ellas carecían de gobierno propio general. 
El mismo interés que Buenos Aires ha tenido en resistir la creación del gobierno común, que debe destituirle, tendrá en lo futuro para estorbar que se radique y afirme ese gobierno de las catorce Provincias, a quien tendrá que entregar los poderes y rentas que antes administraba su Provincia sola, con exclusión absoluta de las otras. 
Luego Buenos Aires no podrá ser la capital o residencia de un gobierno nacional, cuya simple existencia le impone el abandono de los privilegios de la provincia-nación, que ejerció mientras las Provincias vivieron constituidas en colonia de su capital de otro tiempo. 
Hacer a Buenos Aires cabeza de un gobierno nacional sería lo mismo que encargarle de llevar a ejecución por sus propias manos la destitución de su gobierno de provincia.

El Acuerdo de San Nicolás no fue aceptado por Buenos Aires
Esa es la razón por que Buenos Aires no quiso ser capital del gobierno unitario de Rivadavia, ni quiere hoy ser capital del gobierno federal de Urquiza. No querrá ser capital de ningún gobierno común, en cambio del papel que ha hecho durante el desorden: de metrópoli republicana de trece Provincias, que vivían sin gobierno propio.

Si Buenos Aires ha perdido el monopolio que hacía de las rentas y del gobierno exterior de la nación, por causa de la libertad fluvial y del comercio directo de las Provincias con Europa, es evidente que no conviene a las libertades de la navegación fluvial y a los intereses del comercio directo el colocar la cabeza del gobierno que ha nacido de esas libertades, y que descansa en ellas, en manos de la Provincia de Buenos Aires, que ha soportado aquella pérdida. 
Y aunque Buenos Aires asegure por táctica que no se opone a la libertad fluvial, se debe dudar de la sinceridad de un aserto, que equivale a decir, que quiere de corazón la pérdida de sus antiguos monopolios de poder y de renta. Si desea, en efecto, el abandono de esos monopolios, ¿por qué está entonces separada de las otras Provincias? 
¿Por qué no acepta la Constitución nacional que le ha retirado esos monopolios? Así, la capital de la Nación en Buenos Aires es tan contraria a los intereses de las naciones extranjeras que tienen relaciones de comercio con los pueblos argentinos, como a los intereses de las Provincias mismas, porque el interés de Buenos Aires se halla en oposición con el interés general en ese punto. 

Buenos Aires desconoce las condiciones de la vida de nación, por la razón sencilla de que durante cuarenta años sólo ha hecho la vida de provincia. Nunca ha entendido el modo de engrandecer sus intereses locales, ligándolos con los intereses de la nación, sino cuando ha podido someter los intereses de toda la nación a los de su provincia. Así se explica cómo prefiere hoy romper la integridad de la nación, antes que respetar y obedecer al gobierno creado por sus compatriotas, que sería el brazo fuerte de la tranquilidad y del progreso de la misma Buenos Aires. 

Estatua de Alberdi frente a la estación Constitución. Ciudad Autónoma de Buenos Aires


             
No se decretan las capitales de las naciones, se ha dicho con razón. Ellas son la obra espontánea de las cosas. Las cosas del orden colonial hicieron la capital en Buenos Aires, a pesar de la voluntad del rey de España; y las cosas de la libertad han sacado de allí la capital, a pesar de la voluntad del Congreso Argentino. 

Como en los Estados Unidos de Norte América, la nueva capital del Plata ha salido también del choque de los intereses del Norte con los intereses del Sud de las Provincias argentinas. 
El ejemplo de ese país nos enseña que no es menester que el gobierno común se inspire en el brillo de las grandes ciudades, para ser ilustrado y juicioso. La República de los Estados Unidos tuvo necesidad de instituir su gobierno nacional en el más humilde de los lugares de ese país, pues tuvo que formar al efecto una ciudad que no existía, en cuyas calles he visto todavía en 1855 vacas errantes y sueltas. Nueva York, rival de París, no es capital ni aun del Estado de su nombre. Un simple alcalde es el jefe superior de esa metrópoli del comercio americano. Su gobierno local reside en Albany, pueblecito interior, donde se hacen las leyes del más brillante y populoso Estado del Nuevo Mundo. 

Olvidemos que en dos siglos Buenos Aires fue residencia de un virrey armado de facultades omnímodas y de un poder sin límites. Prescindamos de los primeros diez años de la revolución en que Buenos Aires tuvo que asumir esa misma omnipotencia para llevar a cabo la revolución contra España. No hablemos de las reformas locales del señor Rivadavia, en que ese publicista, con más bondad que inteligencia, organizó el desquicio del gobierno argentino.


Aduana Taylor inaugurada en 1857, cuando el calado y el volumen de los barcos hicieron desplazar la zona
portuaria que se encontraba en La Boca. La aduana en el eje de la polémica, es símbolo del centralismo porteño.



                     
Hoy que las Provincias han asumido su vida propia por el nuevo sistema de navegación que las pone en contacto directo con el mundo, los cambios de Buenos Aires son sin consecuencia alguna en la República.
Cuando esa Provincia estaba al frente de todas las demás, sus negocios inspiraban el interés y respeto que merecen naturalmente los asuntos de toda una nación. 
Buenos Aires sin la nación sólo puede interesar a los que de lejos ignoran que no significa hoy otra cosa que una provincia de doscientos cincuenta mil habitantes. 

La Confederación sin Buenos Aires era en otro tiempo la nación sin sus rentas, sin su comercio, sin su puerto único; porque todo esto quedaba en manos de Buenos Aires cuando esa provincia se aislaba de las otras, reteniendo el monopolio de la navegación fluvial. Hoy que la nación tiene diez puertos abiertos al comercio exterior y el goce de sus rentas, la Confederación sin Buenos Aires es la nación menos una provincia. Y aunque esta provincia disfrace su condición subalterna con el nombre pomposo de Estado, su aislamiento no es ya la cabeza que se desprende del cuerpo, sino la peluca que se desprende de la cabeza...

Con sus monopolios rancios y sus tradiciones del siglo XVI, Buenos Aires es realmente la peluca de la República Argentina, el florón vetusto del sepultado virreinato, el producto y la expresión de la colonia española de otro tiempo, como Lima, como Méjico, como Quito, como todas las ciudades donde residieron los virreyes que tuvieron por mandato inocular en los pueblos de la América del Sud las leyes negras de Felipe II y Carlos V. En las paredes de sus palacios dejaron el secreto de la corrupción y del despotismo esos delegados tétricos del Escorial. 
Restos endurecidos del antiguo sistema, esas ciudades grandes de Sud América son todavía el cuartel general y plaza fuerte de las tradiciones coloniales. Pueden ser hermoseadas en la superficie por las riquezas del comercio moderno, pero son incorregibles para la libertad política. La reforma debe ponerlas a un lado. No se inicia en los secretos de la libertad al esclavo octogenario, orgulloso de sus canas, de su robustez de viejo, de sus calidades debidas a la ventaja de haber nacido primero, recibe el consejo como insulto y la reforma como humillación. 

Todo el porvenir de la América del Sud depende de sus nuevas poblaciones. Las viejas capitales de Sud América son el coloniaje arraigado, incapaz de soportar el dolor de una nueva educación. 
Las ciudades menos pobladas de esa gente, es decir, las más nuevas, son las más capaces de aprender y realizar el nuevo sistema de gobierno, como el niño ignorante aprende idiomas con más facilidad que el sabio octogenario. La República debe crear a su imagen las nuevas ciudades, como el sistema colonial hizo las viejas para sus miras. 
Luego el primer deber, la primera necesidad del nuevo régimen de la República Argentina, antes colonia monarquista de España, es colocar la iniciativa de su nueva organización fuera del centro en que estuvo por siglos la iniciativa orgánica del régimen colonial. 
Las cosas mismas, gobernadas por su propia impulsión, las fuerzas instintivas del país en el sentido de su organización moderna, han hecho prevalecer este plan de iniciativa, sacando la capital fuera del viejo baluarte del monopolio, y fijándola en el Paraná, cuna de la libertad fluvial, en que reposa sólo el sistema del gobierno nacional argentino.

lunes, 28 de mayo de 2012

El Jockey Club

Sin duda alguna el Jockey Club se ha convertido en el signo más representativo de status y prestigio social entre la oligarquía argentina. El incendio del Jockey Club durante el peronismo tuvo, por eso, un valor casi simbólico en la campaña contra la oligarquía.
El Jockey Club fue creado en 1883 durate la primera presidencia de Roca, por iniciativa de Carlos Pellegrini, quien tuvo la idea contemplando el espectáculo del Derby en el hipódromo Chantilly de París. El grupo inicial que formaba el club era tan reducido que no pasaba de 43 socios. 
En 1896 se comenzó la construcción de la calle Florida 559, que se inauguró con un gran baile el 2 de septiembre de 1897. Pellegrini le describe en una carta a Miguel Cané la magnificencia del flamante edificio: "el hall es hermosísimo, pero todo desaparece ante la escalera soberbia, que se levanta y desarrolla con una curva armoniosa. Allá en el primer descanso un foco de luz divina, la Diana ideal, parece que se eleva lanzando una flecha...".

Carlos Pellegrini. Fundador del Jockey Club de Buenos Aires



                 
El edificio, incluidos muebles, costó en la época tres millones de pesos. En un tiempo en que el peso argentino cotizaba muy bien, y en que las finanzas del Club iban mejor aún, sus dirigentes aprovecharon para comprar en Europa colecciones de arte, destacándose un biombo voromandel de China, pieza antiquísima, y dos cuadros de Goya: La Boda y El Huracán.
La biblioteca también contaba con valiosas piezas, entre ellas algunos libros pertenecientes al general San Martín, vendidos por el albacea de su nieta, señora Balcarce de Gutierrez Estrada. También se adquirió el archivo completo y el diario íntimo del almirante Le Blanc, jefe de la escuadra bloqueadora de Buenos Aires durante la época de Rosas.

Monumento a Carlos Pellegrini frente a la sede actual del Jockey Club
en la calle Cerrito

La comisión directiva del Jockey Club consta de un presidente y 20 miembros elegidos por los socios. Hay una comisión de carreras, cuyo presidente es a la vez el vicepresidente 1° del Club, y una comisión de interior, que la preside el vice segundo del Club. Algunos de los presidentes del Jockey Club, además de Pellegrini, han sido: Miguel Cané, Samuel Hale Pearson, Miguel Martinez de Hoz, Saturnino Unzué, Joaquín Anchorena, Eduardo Bullrich y Horacio Bustillo, entre otros.
De los 143 socios iniciales, el Club se ha ampliado mucho a través de los años, pero su carácter restringido le impide pasar el númer de 7.500 socios, que es el que tiene en la actualidad. Para admitir un socio nuevo es preciso que se produzca una vacante.

Con la llegada del peronismo, el Jockey pasó el peor momento de su historia. Durante el primer gobierno de Perón, la Municipalidad, mostrando su sentido del humor, instaló frente a las escalinatas del Jockey un maloliente puesto de pescado. Los atildados socios se encontraron de pronto con el ambiente de mercado popular invadiendo su exclusivo recinto.

Incendio del Jockey Club a cargo de
 grupos peronistas en la sede de calle Florida 
En 1953 las relaciones entre Perón y la oposición se ponen más tensas, y la burla displicente con que se trató al Jockey se convierte en violencia. El 15 de abril de ese año, un acto peronista en Plaza de Mayo es interrumpido por el estallido de un par de bombas. En revancha, grupos de jóvenes pertenecientes a la Alianza Libertadora Nacionalista queman los edificios de la Casa del Pueblo, la Casa Radical, la sede del Partido Demócrata Progresista y el Jockey Club. A las 12 y 20 de la noche el Jockey Club fue invadido por un grupo que entró por la ventana de la gerencia, que daba a la calle Tucumán. Los testigos presenciales hablan de una batahola de gritos, balazos y maderas encendidas en medio de la oscuridad.
La Diana cazadora de Falguieri, estatua que adornaba el hall central, rodó por la escalera y se hizo pedazos. La pinacoteca se perdió completamente, incluyendo los cuadros de Goya.
A la mañana siguiente, seis dotaciones de bomberos conseguían apagar el incendio.
El 21 de mayo el gobierno da el golpe definitivo al Jockey; los hipódromos son nacionalizados, pasando a depender de Lotería y Casinos. No obstante, el núcleo más exclusivo de sus socios no se disolvió pese a tantas adversidades, y uno de sus ex presidentes, Joaquín Anchorena, cedió su vieja casona de la calle Charcas al 900 como sede improvisada del semiclandestino Jockey Club.

A la caída de Perón se formó un comité de Recuperación del Jockey Club, y el 21 de abril de 1958, conseguida la personería jurídica se nombra la nueva comisión directiva, con Joaquín de Anchorena como presidente. Para la nueva sede se compra la vieja mansión de Samuel Hale Pearson, uno de los ex presidentes de la institución, en Cerrito 1353, casualmente frente a la estatua del fundador, Carlos Pellegrini.


Extraído de "Los Oligarcas" de Juan José Sebreli (Colección "La historia popular/vida y milagros de nuestro pueblo")

jueves, 24 de mayo de 2012

Monumento a Hipólito Vieytes en Barracas

La figura del prócer, obra del artista español José Llaneces, aparece en actitud cedente. La misma se halla realizada en bronce, colocada sobre una artística base de mármol, con ornamentos y escalinata.
La figura de La Inspiración se halla en el primer escalón en la parte frontal del monumento, completando la misma aparecen los motivos que forjaron su personalidad propagandista; del cultivo de la tierra, de la libertad de comercio y de la industria.
El primer emplazamiento fue inaugurado en el año 1910 con motivo del centenario del primer gobierno patrio y fue ubicado en la Plaza Moreno. Más adelante se lo trasladó a la Plazoleta Vieytes, en el barrio porteño de Barracas, el 26/10/1944.


Juan Hipólito Vieytes nació en la localidad bonaerense de San Antonio de Areco el 6 de agosto de 1762.
Participó durante la Reconquista de Buenos Aires, en las Invasiones Inglesas donde logró el grado de capitán.
En los años siguientes formó parte del carlotismo, partido político que pretendía coronar a Carlota Joaquina de Borbón como regente, en nombre del rey Fernando VII en el Virreinato del Río de la Plata.


En 1810 apoyó la Revolución de Mayo y asistió al cabildo abierto del 22 de mayo. Fue nombrado auditor de guerra, cargo del que fue separado por negarse a fusilar a Santiago de Liniers. Fue secretario de la Junta Grande de Gobierno en 1811.





   

LA JABONERÍA
Por Francisco N. Juarez para diario La Nación (20/05/2001)

Vieytes. De fondo el Cabildo
La llamada Jabonería de Vieytes -que como tal funcionó menos de dos años y fue seguramente una pantalla para encubrir las reuniones de los patriotas de Mayo- fue embargada durante el interinato virreinal de Santiago de Liniers. Sucedió en la jornada de la Nochebuena de 1808 mientras el propietario del inmueble, el subteniente de blandengues Nicolás Rodríguez Peña, padecía de nefritis aguda encarcelado en el cuartel de cántabros. Se lo sospechaba un revolucionario en inteligencia con su hermano Saturnino, aquel que había ayudado a fugarse al invasor William Carr Beresford. Saturnino Rodríguez Peña había remitido desde Río de Janeiro cartas comprometedoras con un emisario británico: el joven cirujano Diego Paroissien. Años después, sobre el mobiliario y gran biblioteca de la casa-vivienda de esa fábrica -que constituía el hogar del patricio Hipólito Vieytes, responsable industrial de los mejores jabones y velas de la ciudad, pero dueño de esos bienes personales- cayó la garra apropiadora de la Comisión de Secuestros surgida a consecuencia del golpe de abril de 1815 asestado contra el gobierno de Carlos María de Alvear.

El llamado Café de Marcos o de Mallco, en los tiempos de Mayo y casi al pie de San Ignacio, a un paso del Cabildo, era considerado una especie de tribuna abierta y nada escondida para la juventud amante de la exposición rebelde y polémica. Fue clausurado el 1º de enero de 1809 por el virrey Liniers.

Sello postal de Vieytes con motivo del
centenario del primer gobierno patrio
Durante los cuatro años y algunos meses que Vieytes editó el Semanario de la Industria y Comercio -primer periódico escrito por un nativo- arrendó una casa de la viuda de un tal Miguel Alvarez en la calle San Juan, hoy Esmeralda, vereda oeste, entre las actuales Sarmiento y Perón. Allí funcionó la redacción de su periódico, pero, las invasiones inglesas, si bien concluyeron con la edición, despertaron a la vez la confianza de los combatientes de todo orden -ya fuera con las armas o con la pluma- para emprender planes independistas. En lo que fue la redacción y casa de Vieytes se concretaron las primeras reuniones de quienes decidieron acabar con la sujeción a la corona española.

El por entonces acaudalado Nicolás Rodríguez Peña propuso tener una sede más apartada para las tertulias secretas e iniciar a la vez una lucrativa actividad industrial que aprovechara el ingenio desplegado -entre muchos otros temas progresistas- por el impulsivo editor del semanario. El mismo Rodríguez Peña se propuso como socio de capital para que Vieytes fabricara jabón y velas con los métodos que había proclamado en el periódico. Dieron con una casa de la entonces calle de San Bartolomé, en la vereda que miraba al Norte (luego Agüero y actualmente México), propiedad que había sido conocida como la panadería de Videla. Estaba algo abandonada y habitada por seis negras libres, y quedaba a mitad de cuadra entre las hoy calles Lima y Bernardo de Irigoyen. Era una propiedad muy aislada porque un bajío y La Zanja -así llamada- a la que aprovisionaba para echar al río las aguas de lluvia, se interponían camino del Cabildo. La casa necesitaba ser remodelada para cumplir su función industrial y de vivienda, y así fuera habitable por la familia de Vieytes.

Hipólito Vieytes
No habían logrado todavía curarse algunos heridos de la segunda invasión inglesa y menos aún acallarse los comentarios de las peleas cuerpo a cuerpo, cuando el socio de Vieytes compró la finca de 34 varas de frente y 60 de fondo en 2387 pesos y 3 reales. La escritura del 16 de octubre de 1807 la suscribió Nicolás Rodríguez Peña al folio 224 vta. del registro número 6 a cargo del escribano Inocencio Agrelo, según lo estableció el investigador Manuel Carlos Melo en la nota publicada en La Nación en 1964. El trabajo indagador terminó con la polémica que había sido entablada para determinar la ubicación de la jabonería, quizá porque varios autores -incluido Clemente L. Fregeiro- equivocaron su ubicación. Cuando Melo publicó el resultado de sus indagaciones, la jabonería hacía más de tres décadas que había sido reemplazada por un edificio funcional del arquitecto francés León Dourge. El solar llegó a declararse monumento histórico nacional, pero la avenida 9 de Julio cumplió con el desdén nativo por lo histórico.

El edificio de departamentos aludido estaba plantado de cara al norte de la calle México 1050 al 1068. La ubicación es la cabecera de la arbolada plazoleta central de la avenida; exactamente a 34º36'55.23" de latitud Sur y 58º25'51.52" de longitud Oeste. 

La Jabonería se ubicaba donde hoy se encuentra una de las
plazoletas en el cruce de la calle México la 9 de Julio.
Durante el embargo de la jabonería -el 24 de diciembre de 1808-, el aguacil Manuel Mansilla fue atendido por Vieytes que debió juramentarse frente al escribano Francisco Seijas a dar la información precisa y quedar como custodio de los bienes entre los que se consideró como tales a los esclavos Joaquín, Juan y José. Así quedó consignado en el sumario instruido a Diego Paroissien, y en los que debieron testimoniar el propio Vieytes, Juan José Castelli y Nicolás Rodríguez Peña. Este último fue sometido a prisión e igual pena padeció el médico inglés a pesar de la ingeniosa defensa que asumió el propio Castelli. Todos ellos, a excepción de Paroissien, fueron los primeros conjurados que sumaron a Manuel Belgrano en los cónclaves cobijados bajo la vivienda de Vieytes anexa a la jabonería. El zagúan daba a un hall y una amplia sala, pero la vivienda tenía muchos cuartos y un gran patio de tierra donde Castelli, Rodríguez Peña y otros visitantes dejaban sus cabalgaduras.

Que para el año 1810 las reuniones ya fueron tumultuosas lo demuestran las dos docenas y media de cubiertos, los 5 mates y las 45 sillas contadas entre el equipamiento que inventarió entre el 28 de abril y el 1º de junio la Comisión de Justicia tiempo después de haber apresado a un Vieytes casi moribundo tras los infortunados sucesos de 1815.

Sello Postal con las imágenes de los socios Rodriguez Peña
e Hipólito Vieytes. Motivo Centenario
La "casa de café en la calle que va del colegio a la Plaza Mayor" (actual calle Bolívar) figura de esa manera aludida por su dueño, don Pedro José Marcó, en el reclamo para levantar la clausura del negocio. El Café de Marcos era un lugar deliberativo y el mejor. Cuando estalló la primera conjuración de Alzaga, el 1º de enero de 1809, Liniers, virrey y héroe de la Reconquista, mandó clausurarlo y dar tres días a Marcó para salir de la ciudad. Pero quedó su socio José Antonio Gordon, que presentó dos rogatorias a Liniers para reabrir el local, ambas denegadas. Claro que a principios de agosto asumió don Baltasar Hidalgo de Cisneros y en seguida retornó don Pedro Marcó. Elevó un memorial al nuevo virrey que denunciaba que sus pérdidas serían de 30 mil pesos en utensilios y productos y el 21 del mismo mes fue autorizado a reabrir su negocio.

La jabonería, como bien de la sucesión de la viuda de Rodríguez Peña, fue vendida en subasta judicial en 500 mil pesos hacia 1869. 


domingo, 20 de mayo de 2012

Algunas nociones Sobre la Libertad

John Stuart Mill. Filósofo inglés nacido en Londres en 1806, que con su obra "Sobre la Libertad" ("On Liberty") de 1859, contribuyó a dilucidar los principios del liberalismo civil cuyo objetivo es garantizar la libertad de cada individuo frente a las imposiciones de terceros. Su consecuencia más visible y tal vez más importante se refiere a la limitación de atribuciones, y campo de acción que le corresponde al Estado. De esta manera limitar la acción del Estado resulta imprescindible para garantizar el sistema de libertades individuales de una sociedad.

El objetivo de este ensayo es proclamar un principio encaminado a regir de modo absoluto la conducta de la sociedad en relación al individuo.

John Stuart Mill
El pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de aquella porción mas numerosa, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier abuso del poder.Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre el individuo.

En Inglaterra existe una gran aversión hacia toda intervención directa del poder, ya sea legislativo, ya ejecutivo, en la conducta privada, más por la vieja costumbre de considerar al gobierno como representante de un interés opuesto al del individuo, que por un justo respeto a sus derechos legítimos. La mayoría todavía no ha aprendido a considerar el poder del gobierno como el suyo propio, y las opiniones del mismo como sus opiniones. En el momento en que llegue a comprenderlo así, la libertad individual quedará probablemente expuesta a ser invadida por el gobierno.

"On Liberty", Edición 1880
Se puede decir que no existe un principio reconocido para establecer la propiedad o impropiedad de la interferencia del gobierno. Se decide en este punto según las preferencias personales. Hay quienes ven un bien por hacer o un mal que remediar y desearían que el gobierno se hiciese cargo de la empresa, mientras que otros preferirían soportar toda clase de abusos sociales antes de añadir cosa alguna a las atribuciones del gobierno. Los hombres se inclinan siguiendo la dirección de sus sentimientos, o según el grado de interés que tengan en aquello que tengan en aquello que se proponen que el gobierno haga. Pero muy rara vez, decidirán con opinión reflexiva sobre las cosas adecuadas a ser cometidas por el gobierno.

El principio de acción que se propone en este ensayo es el siguiente: el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa. La única razón legítima para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; pero el bien de este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente.

Ningún hombre puede ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Éstas son buenas razones para discutir con él, para convencerle, o para suplicarle, pero no para obligarle, si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que la coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano.

La única razón legítima para usar la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros. El bien de este individuo, sea físico o moral, no es razón suficiente.

                      
El despotismo es un modo legítimo de gobierno, cuando los gobernados están todavía por civilizar, siempre que el fin propuesto sea su progreso y que los medios se justifiquen al atender realmente este fin. La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la especie humana se hizo capaz de mejorar sus propias condiciones, por medio de una libre y equitativa discusión. Hasta este momento, ella no tuvo otro recurso que obedecer a un Carlomagno, si es que gozó la suerte de encontrarlo. Pero desde que el género humano ha sido capaz de ser guiado hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (fin alcanzado desde hace mucho tiempo por todas las naciones que nos importan aquí), la imposición, ya sea en forma directa, ya bajo la de penalidad por la no observancia, no es ya admisible como medio de hacer el bien a los hombres; esta imposición sólo es justificable si atendemos a la seguridad de unos individuos con respecto a otros. 

Bronce de John Stuart Mill en Londres
Hay una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno. Nos referimos a esa porción de la conducta y de la vida de una persona que no afecta más que a esa persona. Comprende, en primer lugar, el dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de conciencia en el sentido más amplio de la palabra, la libertad de pensar y de sentir, la libertad absoluta de opiniones y de sentimientos, sobre cualquier asunto práctico, especulativo, científico, moral o teológico. La libertad de expresar y de publicar las opiniones puede parecer sometida a un principio diferente, ya que pertenece a aquella parte de la conducta de un individuo que se refiere a sus semejantes; pero como es de casi tanta importancia como la libertad de pensamiento y reposa en gran parte sobre las mismas razones, estas dos libertades son inseparables en la práctica.el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo resulta, dentro de los mismos límites, la libertad de asociación entre los individuos; la libertad de unirse para la consecución de un fin cualquiera, siempre que sea inofensivo para los demás y con tal que las personas asociadas sean mayores de edad y no se encuentren coaccionadas ni engañadas.

La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos para obtenerla. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que en obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes.

Extraído de la obra de John Stuart Mill; Sobre la Libertad (On Liberty, 1859)