jueves, 31 de mayo de 2012

Alberdi y el conflicto de Buenos Aires como Capital

Batalla de Caseros
A principios de marzo de 1852 Alberdi regresa de Lima: sus amigos porteños residentes en Valparaíso lo esperan con noticias sobre la Batalla de Caseros y la caída de Rosas.
En Buenos Aires, Urquiza cauteloso, demoraba quince días su entrada triunfal en Buenos Aires. Instalado en Palermo se imponía de las opiniones de los notables de la ciudad-puerto y comenzaba a percibir las primeras dificultades con la provincia. El 6 de Abril asume la representación de las Relaciones Exteriores y el 20 de mayo inaugura las sesiones que culminan con el Acuerdo de San Nicolás.
Para entonces Alberdi había concluído las Bases, obra que ordenaría los futuros debates del Congreso Constituyente. Empleó aproximadamente dos meses en su redacción.
Los integrantes del partido porteño, preocupados por el giro de los acontecimientos  relacionados sobre todo con la nacionalización del producto de las aduanas (antes disfrutado solo por la la provincia de Buenos Aires), con la libre navegación de los ríos aplicaron sus esfuerzos en argumentar sobre las intenciones dictatoriales de Urquiza.
La iniciativa política había quedado en manos de Urquiza y la oposición bonaerense solo podia discutir los hechos. De esta manera se oponían al acuerdo de San Nicolás, retiraban los diputados del Congreso Constituyente y se preparaban para la secesión a través de las armas de la mano de Mitre y Valentín Alsina.
Rosas había unificado a la oposición: refugiados en el ataque periodístico, panfletario, todos brillaban con pareja intensidad. Modificado el marco político el periodismo opositor dejaría paso al publicismo en dónde Las Bases de Alberdi obrarían como elemento catalizador entre los sectores urquicistas.
En el prólogo a la edición de 1856 Alberdi admite la "necesidad de una revisión" de "los mismos libros" componentes de la obra, ya haciendo una mención especial al conflicto entre Buenos Aires (constituído en Estado independiente desde 1854) y la Confederación.
"En el conflicto de la Provincia con la Nación, el autor, como argentino, compatriota del argentino de Salta, del argentino de Mendoza, del Argentino de Buenos Aires, del argentino de Entre Ríos, etc., el autor no ha creído un instante ser parcial abrazando la causa de toda la Nación entera, es decir, por el todo, y no por una parte accesoria de ese todo". 
El capítulo 26 de las Bases (rectificado en la edición de 1856), es dedicado a fundamentar el porqué Buenos Aires no debe ser la capital de un hipotético país unificado. 

En las dos ediciones de esta obra, hechas en Chile en 1852, sostuve la opinión de que convenía restablecer a Buenos Aires como capital de la Confederación Argentina. Esa opinión estaba fundada en algunos hechos históricos y en preocupaciones a favor de Buenos Aires, que han cambiado y que se han desvanecido más tarde. Tales eran: 

- 1.º Que siendo de origen transatlántico la civilización anterior y la prosperidad futura de los pueblos argentinos, convenía hacer capital del país al único punto del territorio argentino que en aquel tiempo era accesible al contacto directo con la Europa. Ese punto era Buenos Aires, en virtud de las leyes de la antigua colonia española, que se conservaban intactas respecto a navegación fluvial. 

- 2.º Que habiendo sido la capital secular del país bajo todos los sistemas de gobierno, no estaba en la mano del Congreso el cambiarla de situación. 

- 3.º Que era la más digna de ser la residencia del gobierno nacional, por ser la más culta y populosa de todas las ciudades argentinas. 

Justo José de Urquiza. Presidente de la
Confederación Argentina
El primero de esos hechos, es decir, la geografía política colonial, no tardó en recibir un cambio fundamental que arrebató a Buenos Aires el privilegio de ser único punto accesible al contacto directo del mundo exterior. La libertad de navegación fluvial fue proclamada por el general Urquiza, Jefe Supremo de la Confederación Argentina, el 28 de Agosto y el 3 de Octubre de 1852. 
Situados en las márgenes de los ríos casi todos los puertos naturales que tiene la República Argentina, la libertad fluvial significaba la apertura de los puertos de las Provincias al comercio directo de la Europa, es decir, a la verdadera libertad de comercio. 
Por ese hecho las demás Provincias litorales adquirían la misma aptitud y competencia para ser capital de la República, por razón de la situación geográfica que Buenos Aires había poseído exclusivamente mientras conservó el monopolio colonial de ese contacto. 
A pesar de ese cambio, el Congreso constituyente declaró a Buenos Aires, en 1853, capital de la Confederación Argentina, respetando el antecedente de haber sido esa ciudad capital normal del país bajo dos sistemas de gobierno colonial y republicano. 
Pero la misma Buenos Aires se encargó de demostrar que el haber sido residencia del gobierno encargado por tres siglos de hacer cumplir las leyes de Indias, que bloqueaban los ríos y las provincias pobladas en sus márgenes, no era título para ser mansión del gobierno que debía tener por objeto hacer cumplir la Constitución y las leyes, que abrían esos ríos y esas provincias al comercio directo y libre con Europa. 
Buenos Aires protestó contra el régimen de libre navegación fluvial, desde que vio que ese sistema le arrebataba los privilegios del sistema colonial que la habían hecho ser la única ciudad comercial, la única ciudad rica, la única capaz de recibir al extranjero.
Buenos Aires probó además por su revolución de 11 de Septiembre de 1852, en que se aisló de las otras Provincias, que el haberlas representado ante las naciones extranjeras durante la revolución, lejos de ser un precedente que hiciera a Buenos Aires digna de ser su capital, era justamente el motivo que la constituía un obstáculo para la institución de un gobierno nacional. Veamos cómo y por qué;

Valentin Alsina. Primer Gobernador de Buenos Aires
durante el período de secesión
Mientras las Provincias vivieron aisladas unas de otras y privadas del gobierno nacional o común, la Provincia de Buenos Aires, a causa de esa misma falta de gobierno nacional, recibió el encargo de representar en el exterior a las demás Provincias; y bajo el pretexto de ejercer la política exterior común, el gobierno local o provincial de Buenos Aires retuvo en sus manos exclusivas, durante cuarenta años, el poder diplomático de toda la nación, es decir, la facultad de hacer la paz y la guerra, de hacer tratados con las naciones extranjeras, de nombrar y recibir ministros, de reglar el comercio y la navegación, de establecer tarifas y de percibir la renta de aduana de las catorce Provincias de la Nación, sin que esas Provincias tomasen la menor parte en la elección del gobierno local de Buenos Aires, que manejaba sus intereses, ni en la negociación de los tratados extranjeros, ni en la regulación de las tarifas que soportaban, y por último, ni en el producto de las rentas de la aduana, percibido por la sola Buenos Aires, y soportado por los habitantes de todas las Provincias

La institución de un gobierno nacional venía a retirar de manos de Buenos Aires el monopolio de esas ventajas, porque un gobierno nacional significa el ejercicio de esos poderes y la administración de esas rentas, hecho conjuntivamente por las catorce Provincias. 

El dictador Rosas, conociendo eso, persiguió como un crimen la idea de constituir un gobierno nacional. Hizo repetir cien veces en sus prensas una carta que había dirigido al general Quiroga en 1833, para convencerle de que la Nación no tenía medios de constituir el gobierno patrio, en busca del cual había derrocado el poder español en 1810. Rosas, como gobernador local de Buenos Aires, defendía los monopolios de la Provincia de su mando, porque en ese momento formaban todo su poder personal. 
Después de caído Rosas, Buenos Aires siguió resistiendo la creación de un gobierno nacional, porque tenía que relevar a su gobernador local del rango de Jefe Supremo de catorce Provincias.

Buenos Aires resistió la creación de un Congreso Nacional, porque ese Congreso venía a relevar a su legislatura de provincia de los poderes supremos de hacer la paz y la guerra, de reglar el comercio y la navegación, de imponer contribuciones aduaneras: poderes que esa Provincia había estado ejerciendo por su legislatura local a causa de la falta de un Congreso común. 
Cuando las Provincias vieron que Buenos Aires resistía la instalación de un gobierno nacional en el interés de seguir ejerciendo sus atribuciones sin intervención de la Nación, como había sucedido hasta entonces, las Provincias renunciaron a la esperanza de tener la cooperación de Buenos Aires para fundar un gobierno nacional. Todo gobierno común, ya fuese unitario o federal, por el hecho de ser gobierno común de todas las Provincias, debía exigir de la Provincia de Buenos Aires el abandono de las rentas y poderes nacionales, que Buenos Aires había estado ejerciendo en nombre de las otras Provincias mientras ellas carecían de gobierno propio general. 
El mismo interés que Buenos Aires ha tenido en resistir la creación del gobierno común, que debe destituirle, tendrá en lo futuro para estorbar que se radique y afirme ese gobierno de las catorce Provincias, a quien tendrá que entregar los poderes y rentas que antes administraba su Provincia sola, con exclusión absoluta de las otras. 
Luego Buenos Aires no podrá ser la capital o residencia de un gobierno nacional, cuya simple existencia le impone el abandono de los privilegios de la provincia-nación, que ejerció mientras las Provincias vivieron constituidas en colonia de su capital de otro tiempo. 
Hacer a Buenos Aires cabeza de un gobierno nacional sería lo mismo que encargarle de llevar a ejecución por sus propias manos la destitución de su gobierno de provincia.

El Acuerdo de San Nicolás no fue aceptado por Buenos Aires
Esa es la razón por que Buenos Aires no quiso ser capital del gobierno unitario de Rivadavia, ni quiere hoy ser capital del gobierno federal de Urquiza. No querrá ser capital de ningún gobierno común, en cambio del papel que ha hecho durante el desorden: de metrópoli republicana de trece Provincias, que vivían sin gobierno propio.

Si Buenos Aires ha perdido el monopolio que hacía de las rentas y del gobierno exterior de la nación, por causa de la libertad fluvial y del comercio directo de las Provincias con Europa, es evidente que no conviene a las libertades de la navegación fluvial y a los intereses del comercio directo el colocar la cabeza del gobierno que ha nacido de esas libertades, y que descansa en ellas, en manos de la Provincia de Buenos Aires, que ha soportado aquella pérdida. 
Y aunque Buenos Aires asegure por táctica que no se opone a la libertad fluvial, se debe dudar de la sinceridad de un aserto, que equivale a decir, que quiere de corazón la pérdida de sus antiguos monopolios de poder y de renta. Si desea, en efecto, el abandono de esos monopolios, ¿por qué está entonces separada de las otras Provincias? 
¿Por qué no acepta la Constitución nacional que le ha retirado esos monopolios? Así, la capital de la Nación en Buenos Aires es tan contraria a los intereses de las naciones extranjeras que tienen relaciones de comercio con los pueblos argentinos, como a los intereses de las Provincias mismas, porque el interés de Buenos Aires se halla en oposición con el interés general en ese punto. 

Buenos Aires desconoce las condiciones de la vida de nación, por la razón sencilla de que durante cuarenta años sólo ha hecho la vida de provincia. Nunca ha entendido el modo de engrandecer sus intereses locales, ligándolos con los intereses de la nación, sino cuando ha podido someter los intereses de toda la nación a los de su provincia. Así se explica cómo prefiere hoy romper la integridad de la nación, antes que respetar y obedecer al gobierno creado por sus compatriotas, que sería el brazo fuerte de la tranquilidad y del progreso de la misma Buenos Aires. 

Estatua de Alberdi frente a la estación Constitución. Ciudad Autónoma de Buenos Aires


             
No se decretan las capitales de las naciones, se ha dicho con razón. Ellas son la obra espontánea de las cosas. Las cosas del orden colonial hicieron la capital en Buenos Aires, a pesar de la voluntad del rey de España; y las cosas de la libertad han sacado de allí la capital, a pesar de la voluntad del Congreso Argentino. 

Como en los Estados Unidos de Norte América, la nueva capital del Plata ha salido también del choque de los intereses del Norte con los intereses del Sud de las Provincias argentinas. 
El ejemplo de ese país nos enseña que no es menester que el gobierno común se inspire en el brillo de las grandes ciudades, para ser ilustrado y juicioso. La República de los Estados Unidos tuvo necesidad de instituir su gobierno nacional en el más humilde de los lugares de ese país, pues tuvo que formar al efecto una ciudad que no existía, en cuyas calles he visto todavía en 1855 vacas errantes y sueltas. Nueva York, rival de París, no es capital ni aun del Estado de su nombre. Un simple alcalde es el jefe superior de esa metrópoli del comercio americano. Su gobierno local reside en Albany, pueblecito interior, donde se hacen las leyes del más brillante y populoso Estado del Nuevo Mundo. 

Olvidemos que en dos siglos Buenos Aires fue residencia de un virrey armado de facultades omnímodas y de un poder sin límites. Prescindamos de los primeros diez años de la revolución en que Buenos Aires tuvo que asumir esa misma omnipotencia para llevar a cabo la revolución contra España. No hablemos de las reformas locales del señor Rivadavia, en que ese publicista, con más bondad que inteligencia, organizó el desquicio del gobierno argentino.


Aduana Taylor inaugurada en 1857, cuando el calado y el volumen de los barcos hicieron desplazar la zona
portuaria que se encontraba en La Boca. La aduana en el eje de la polémica, es símbolo del centralismo porteño.



                     
Hoy que las Provincias han asumido su vida propia por el nuevo sistema de navegación que las pone en contacto directo con el mundo, los cambios de Buenos Aires son sin consecuencia alguna en la República.
Cuando esa Provincia estaba al frente de todas las demás, sus negocios inspiraban el interés y respeto que merecen naturalmente los asuntos de toda una nación. 
Buenos Aires sin la nación sólo puede interesar a los que de lejos ignoran que no significa hoy otra cosa que una provincia de doscientos cincuenta mil habitantes. 

La Confederación sin Buenos Aires era en otro tiempo la nación sin sus rentas, sin su comercio, sin su puerto único; porque todo esto quedaba en manos de Buenos Aires cuando esa provincia se aislaba de las otras, reteniendo el monopolio de la navegación fluvial. Hoy que la nación tiene diez puertos abiertos al comercio exterior y el goce de sus rentas, la Confederación sin Buenos Aires es la nación menos una provincia. Y aunque esta provincia disfrace su condición subalterna con el nombre pomposo de Estado, su aislamiento no es ya la cabeza que se desprende del cuerpo, sino la peluca que se desprende de la cabeza...

Con sus monopolios rancios y sus tradiciones del siglo XVI, Buenos Aires es realmente la peluca de la República Argentina, el florón vetusto del sepultado virreinato, el producto y la expresión de la colonia española de otro tiempo, como Lima, como Méjico, como Quito, como todas las ciudades donde residieron los virreyes que tuvieron por mandato inocular en los pueblos de la América del Sud las leyes negras de Felipe II y Carlos V. En las paredes de sus palacios dejaron el secreto de la corrupción y del despotismo esos delegados tétricos del Escorial. 
Restos endurecidos del antiguo sistema, esas ciudades grandes de Sud América son todavía el cuartel general y plaza fuerte de las tradiciones coloniales. Pueden ser hermoseadas en la superficie por las riquezas del comercio moderno, pero son incorregibles para la libertad política. La reforma debe ponerlas a un lado. No se inicia en los secretos de la libertad al esclavo octogenario, orgulloso de sus canas, de su robustez de viejo, de sus calidades debidas a la ventaja de haber nacido primero, recibe el consejo como insulto y la reforma como humillación. 

Todo el porvenir de la América del Sud depende de sus nuevas poblaciones. Las viejas capitales de Sud América son el coloniaje arraigado, incapaz de soportar el dolor de una nueva educación. 
Las ciudades menos pobladas de esa gente, es decir, las más nuevas, son las más capaces de aprender y realizar el nuevo sistema de gobierno, como el niño ignorante aprende idiomas con más facilidad que el sabio octogenario. La República debe crear a su imagen las nuevas ciudades, como el sistema colonial hizo las viejas para sus miras. 
Luego el primer deber, la primera necesidad del nuevo régimen de la República Argentina, antes colonia monarquista de España, es colocar la iniciativa de su nueva organización fuera del centro en que estuvo por siglos la iniciativa orgánica del régimen colonial. 
Las cosas mismas, gobernadas por su propia impulsión, las fuerzas instintivas del país en el sentido de su organización moderna, han hecho prevalecer este plan de iniciativa, sacando la capital fuera del viejo baluarte del monopolio, y fijándola en el Paraná, cuna de la libertad fluvial, en que reposa sólo el sistema del gobierno nacional argentino.

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